La manifestación no acabó bien. Después de toda la
algarabía, después de todos los gritos, los guardias analizaron las imágenes
que había grabado y León salía en todas ellas.
Juicio rápido, sentencia firme. Reclusión.
Durante este tiempo León tuvo tiempo de pensar. De analizar
todo lo que había pasado, y entre pensamiento y arrepentimiento llegó el día de
la liberación.
-Aquí tienes, tus objetos personales.
De dentro de una caja de cera, la abeja guardiana saca un
reloj de pata, una boina negra, una cartera y las dos mitades de un grano de
arroz, extendiéndolas hacia León.
-¿Y mi polen de romero? ¿Dónde está mi polen de romero?
Grita León arrugando los ojos directamente hacia el guardián.
-¡Tu no trajiste ningún polen!
-Claro que traje polen, ¡si lo sabré yo! Pero alguien se lo
ha quedado…
Poco más podía decir León. Ya se lo habían comentado, si
entras en prisión con algo que guste a los guardias, no te esperará en la
salida.
Dos guardianes le acompañan por el angosto pasillo que da a
la entrada del panal prisión.
Cada vez la luz está más cerca. Silencio. Solo los pasos de
las 18 patas resuenan con un eco sordo. Al fondo, otro guardián, gordo y viejo
que mete una llave en la cerradura de la puerta ciega, asegurada con propóleo,
también gordo y viejo.
El chirrido gira una vez, dos veces, tres veces.
-León, espero no verte más por aquí.
-Eso espero.
Como el dialogo sordo de una película de gansters, la breve
conversación no tiene más sentido que el de superar un trámite estúpido, pero
un trámite libre.
Una vez fuera, la luz desgarra las pupilas de León, todas. Y
desde el otro lado del paso de abeja, en el otro panal, una voz dulce…
-Aquí León, estoy aquí.
-Coño Frida has venido. No contaba contigo. Después de tanto
tiempo creí que te habrías olvidado de mí.
Y es que León estuvo preso 3 días. Una eternidad para la
vida de una abeja.
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